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El próximo 30 de agosto el profesor Manuel Calvelo, uno de los fundadores de Escuela de Cine y Televisión de la Facultad de Comunicación e Imagen, entre muchas —muchas— otras hazañas, dice adiós a los pasillos de la institución. Dedicada su vida profesional a la docencia y difusión de la televisión pedagógica para campesinos y pobladores, vivió en cinco países, fue exiliado de tres y recorrió decenas de otros compartiendo su proyecto. Aquí, un recorrido por la vida de un hombre que hizo de las comunicaciones una herramienta de cambio social.
Manuel Calvelo dice que tiene 91 años. Lo mismo su documento de identidad: que nació en 1933 en Curtis, La Coruña, España. Lo cierto es que no es tan cierto. Cuando habla de las comunicaciones —a las que dedicó sus cerca de 70 años de vida profesional—, lo hace con la fruición del niño que descubre su sombra. Cuando recita, a trozos, poemas de sus autores connacionales, lo hace como el joven viajero que se aferra a su tierra a poemas. Su memoria enciclopédica, por otro lado, revela una mente en constante —para él, necesaria— inquietud.
Porque Manuel Calvelo es muchas cosas. Fue parte del equipo de profesores que trabajó para la creación de la Escuela de Cine y Televisión de la Facultad de Comunicación e Imagen, en la que lleva más de veinte años como docente. Es esposo de la bailarina Carmen Aros, madre de sus dos hijos, a la que dice “querer cada día más”. Lector de todo cuanto pasa ante sus ojos, desde que, pequeño, comenzó a leer los libros de medicina de su padre. Es el creador del modelo alternativo de comunicación: Interlocutor—Mensaje—Interlocutor. Que, en otras palabras, es la versión educativa de su propio estilo de vida: tratar como iguales a campesinos y académicas, profetas y circenses, jardineras y carpinteros. Se confiesa, además, opositor del “terrorismo académico” y como bromista empedernido:
—Tengo un repudio básico y visceral a la propiedad y al principio de autoridad. Si yo tuviera que respetar los derechos de autor, tendría que pagarle hasta a Aristóteles.
Pero lo que hay en sus ojos es distinto. Ahí, en esas cuencas que han visto más de lo que cuentan, José Manuel Calvelo Ríos podría tener muchas, varias vidas.
En 1936, cuando tenía tres años, estalló la Guerra Civil Española cuyas tropas franquistas, contrarias a la militancia republicana de su familia, apresaron a sus padres. Su padre, que le dio el nombre, fue fusilado horas antes de que llegara el año 1937. Su madre, Isabel Ríos, estuvo presa hasta 1943. Mientras tanto, Manuel y su hermano, Roberto, fueron criados por unos tíos. Cuando su madre salió en libertad, ella, Roberto y Manuel emigraron en barco a la Argentina. Hasta ahí, llevaba en este mundo 14 años. Parecían más.
—Cuando migramos de España a la Argentina tuvimos que dejar las fotografías y los libros. Yo, con cada migración, he perdido por lo menos cuatro bibliotecas —con una sabiduría que no se intuye a sí misma, agrega—. Es como dejar una vida atrás. Y volver a empezar.
Después de pasar hambre y estar sin su madre por siete años, Manuel Calvelo pisó tierra trasandina con solo dos sueños: “Poder comer y poder leer”. Arribó a su capital un lluvioso día de 1947 y se emocionó con la voz de Atahualpa Yupanqui que entonaba la radio de la casa que recibió a la familia Calvelo Ríos.
El joven Calvelo estudió Geología en la Universidad de Buenos Aires y empezó a ejercer la docencia siendo aún estudiante. Las evaluaciones lo calificaron como el mejor docente. Rolando García, decano de la facultad en la que trabajaba, lo nombró Director del flamante Departamento de Televisión Educativa. Así, descubrió las herramientas pedagógicas de la televisión y decidió que se abocaría a extenderlas a las personas —sobre todo campesinos y pobladores— que el mundo olvidó.
En 1966, asfixiado por un nuevo gobierno instalado por golpe de Estado en Argentina, la universidad le encargó implementar su modelo de televisión educativa. Escogió, tras recorrer otras opciones, a Chile. En 1969 formó al primer equipo de realizadores de Televisión Nacional (TVN) —canal del que fue uno de sus fundadores— y se abrió camino dirigiendo programas como Érase una vez un hombre o Decisión 70. Para el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, intuyó que se avecinaba semejante barbarie a la que fusiló a su padre y se fue al exilio al Perú, con su familia.
Así, llegó a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en inglés), desde la que recorrió el mundo e hizo materia su compromiso con el habitante rural —de países como Mali, Corea, India, China, Bolivia, México, Brasil y más— a través de la implementación del programa Pedagogía Masiva Audiovisual.
Él dice poco, pero ha recibido distinciones internacionales: en 1983, la FAO le entregó el premio al mejor experto por su aporte a la Comunicación para el Desarrollo; en 2023, recibió un homenaje del Congreso de Perú por sus aportes a la educación rural y el mismo año fue reconocido como Miembro Honorario de la Asociación Hispano Argentina de Profesionales. Entre otros tantos reconocimientos de los que no habla.
Es que la humedad de sus ojos se asoma con lo intrascendente de las cosas: de cuando volvió a España en 1966 para ver a su abuelo, el hombre que le enseñó a caminar y quien le enseñó la belleza de un cerezo que brotaba de un roble rajado a la mitad por un rayo; o de cuando una tribu de Mali, años después de haberla visitado, pidió que volviera a verlos por ser “el único hombre blanco” que comió con ellos según sus tradiciones.
Cuando llegó oficialmente a Chile, en 1994, se encontró con una patria distinta:
—Chile, en ese entonces, se consideraba el jaguar de América Latina. Pero querían rugir y salía un maullido de gatito metido en el agua.
En 2004 fue una de los fundadores del entonces Instituto de la Comunicación e Imagen. Dictó el Diplomado en Cine, la cátedra de “Video Documental” y actualmente el electivo “Comunicación para el cambio social”.
Hoy, Manuel Calvelo está en vísperas de su jubilación, que se concretará el próximo 30 de agosto. Está terminando de escribir un libro, mezcla de biografía y ensayo: dice que no le gusta. Que, pedagogo antes que escritor, el contraste entre el fondo blanco y las letras negras no estimula el aprendizaje.
El libro comienza así: “Los documentos que constituyen este libro no han sido evaluados por ningún comité de honorables”. En cambio, dice el texto, los documentos fueron evaluados por “campesinos de subsistencia, pobladores urbano-marginados, docentes de nivel medio y universitarios”. Las personas a las que, incluso desde el retiro, Manuel Calvelo ha dedicado una vida tejida por muchas otras.
Benjamín Bravo Yusta